17.2.10

Instrumentos de tortura - I

Lo mejor de la mencionada visita a la ilustre ciudad de Toledo fue encontrarnos con la Exposición de Antiguos Instrumentos de Tortura. ¿Morbosillo? Sí, porque ya no es legal pero la Inquisición así se las gastaba.
En nombre de la fe cuánto sufrimiento.

Advertencia: alguno de los contenidos puede herir sensibilidades. Yo, aviso. 

Esta refinada herramienta -el aplasta pulgares- servía para romper los pulgares. Los dos mencionados dedos de las manos se apoyaban sobre la superficie dentada de una de los rectángulos y el torturador apretaba girando una manivela hasta machacarlos. El dolor por lo visto era innenarrable.


Más bien destinados a la humillación pública, que a otra cosa -tortura psicológica- eran estos collares con adornos relativos a la falta del acusado. Debían llevarlos puestos para escarnio público.

Dado que Jesús sufrió en la cruz por todos los hombres, las cabezas maquinantes del Santo Oficio pensarían que un acertado homenaje sería que un acusado luciera una gruesa corona de puntas de hierro bien ceñidita a la cabeza.

Este artilugio de la izquierda llamado la cuna de Judas funciona de la siguiente forma: el acusado/acusada era sujeto firmemente con el aro por la cintura y se le sentaba en la cúspide de semejante pirámide, haciendo que el pico estuviera en contacto con las partes pudendas -vagina, escroto, ano, etc-. La tortura, por si estar sentado en semejante sitio no fuera bastante, consistía en dejar caer de golpe al individuo o en aumentar la presión contra la pirámide si la confesión tardaba en salir.

Este instrumento todavía puede verse en conmemoraciones religiosas actuales. 
Recias y numerosas cuerdas de cáñamo trenzado caían una y otra vez sobre la espalda del acusado/acusada, eso sí, impregnadas en azufre, sal y agua para que la sensación fuera inolvidable. 
Las estrellas metálicas de los extremos -como puede apreciarse en el detalle- contribuían a que la piel de la espalda desapareciese. Para mejorar el efecto era común que limpiaran la espalda herida del reo con la misma solución de azufre y sal. En algunos casos podían quedar a la vista los órganos internos.

 
No puede haber una tortura sin fuego así que otra de las técnicas era la de marcar con un hierro candente al reo. En la foto se aprecia la estrella de david. Suponemos a quién estaba destinada. 
Morboso es el detalle de que las estrellas que forman las puntas del látigo visto anterioremente tengan el mismo número de puntas que ésta.



En un grado menor de sufrimiento y humillación -no necesariamente mortal aunque sí algunas veces- están la máscaras infamantes como puede apreciarse en la foto. El portador o portadora debía llevarla puesta en su vida social -si es que tenía después de tener que exhibirse así-. El riesgo es que en algunos casos podían morir de inanición o por asfixia si estaba muy ajustada. Las heridas y laceraciones producidas por estos artilugios eran muy dolorosas.

¿Qué sería de la Inquisición sin su famoso potro?
En él se colocaba a la persona, atada por las manos en un extremo, y por los pies en el otro. El torturador hacía girar la rueda para provocar los estiramientos forzosos en el individuo allí tumbado. Entre sus consecuencias están las dislocación de las extremidades, la rotura de huesos y desgarramiento de las fibras musculares, como las del abdomen, a medida que el torturador aumentaba la tensión en el aparato.

 
Este instrumento bien podía servir para colgar a los acusados de un brazo -o de los dos- o de los tobillos y provocar las dislocaciones de las articulaciones, y/o las consecuencias, si era el caso, de permanecer boca abajo tanto tiempo.
Otro tipo de rueda era la que se utilizaba sin poste. En ella se ataba al acusado para desmembrarlo, triturarle las piernas y brazos y rompiendo las costillas para dificultar la respiración, pero eso sí, dejando la cabeza intacta. Había que tener cuidado de no provocar una muerte prematura por derrame interno pues al reo todavía le esperaba una larga sesión de sufrimiento, ya que podían hacerle girar con ella atada a un carro, etc.

Con su nombre derivado fonéticamente de San Benito, esta indumentaria tan peculiar -sambenito- servía para declarar públicamente a un pecador que se había arrepentido de sus pecados. Esto no eximía de la ejecución ni de la previa tortura sino que era un aliciente más en todo el proceso. Podía llevar  inscritos motivos alusivos a los pecados de su portador y según las llamas dibujadas estuvieran hacia arriba o hacia abajo significaba que la muerte en la hoguera iba a ser rápida o lenta.

 
El violón de las comadres se utilizaba para sujetar el cuello y las muñecas. La postura no era demasiado cómoda y después de unas cuantas horas, expuestos a la intemperie, los músculos y huesos se resienten por no hablar de las heridas en la piel. 
Las personas así castigadas dependían de que alguien las alimentara, algo que solía hacer un familiar.
Como en aparatos similares la acusada o acusado podía morir a consecuencia de los golpes y objetos que el populacho les tirara a la cabeza.
  
Seguramente esta silla de interrogatorio era cómoda donde las hubiere, con múltiples pinchos en contacto con puntos de presión del cuerpo desconocidos hasta por la milenaria tradición china.
No cabe duda de que obraría milagros en las confesiones de los acusados.


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